Yo no sé… pero quizá haya pueblos que para domarlos con medio tirano es suficiente o con la cuarta parte o con tan sólo un octavo de tirano. Yo no sé… Pero otra cosa es domeñar a un pueblo como el mío que lleva en su sangre la de otro pueblo ardiente fundado por Hércules ‒así como Eneas fundó a Roma‒ y que, además, fue mezclado con la estirpe de aquellos nigerianos que, a pesar de su condición de esclavos, siguieron reverenciando a sus dioses del África, ahora sincretizados ‒más bien perfeccionados‒ y en tierra nueva, para burlar al amo católico y venerar en Santa Bárbara ‒patrona del minero que arriesga, entre explosivos, su vida en las minas de Riotinto, allá en Huelva‒ a su bravo y viril Shangó, dueño del fuego, del rayo, del trueno. Y es que eso mismo ‒o más o menos‒ hicieron los griegos frente al avance del cristianismo con la divina Deméter, a quien convirtieron en Santa Demetria. Y desde entonces en Cuba todo el coraje universal se fundió ‒se hizo como ajiaco‒ para fundar a una nación de gente brava. Luego, si todo allí es armónica mistura y conveniencia universal, no hay negros y blancos sino cubanos en Cuba y no hay cultura negra ni blanca sino cubana. Nadie, pues, pudo dividirnos. No somos ni españoles ni africanos. Las heridas del pasado no abrieron grietas en nuestra identidad. El colonizador, con todo aquel poderío imperial y aquel odio, no pudo deshacernos y abrimos los brazos, con amor, a la diversidad y al mundo. En la República, el negrito y el gallego ‒el gallego esta vez de emigrante‒ se burlaban de sí mismos ‒se divertían juntos‒ al menos en las escenas de alguna obra en el teatro Alhambra y compartían, de igual a igual, la cuartería y el carromato del carbón; y los dos miraban libidinosamente a la mulata culona. El español no era visto como raza superior ni como antiguo esclavizador sino como alguien de la familia que tiene otro punto de vista menos tropical y más aldeano y a quien amamos a pesar de Weyler y su terrorífico invento de los famosos campos de la Reconcentración, cuando la guerra. El amor nos hizo fuertes y nos dotó de gracia y de espíritu especial. La historia nos sirvió para hacernos invencibles y para construir una república envidiable; aun con sus máculas, como todas las repúblicas. Entonces no hay, en el pueblo que enseñó a bailar al mundo entero y se lució con su prosperidad, docilidad sino vigor, ese que viene del cuero del cabrito y se vuelve tambor y flamenco caribeño y rumba y mambo… y es excelencia que el propio Dios prefiere para su ritual antes que ciertos coros sin gracia y enlutados. El aura de nuestros bailadores se parece a la del guerrero que, ni en sus horas de tregua, ha podido deshacerse de lo tremendo y lo ardiente.
Únicamente un monstruo descomunal. Un hibrido peor que Frankenstein porque lleva el basamento atilano y cuenta con el don de la perversa y engañosa labia del autor de El Príncipe. Además, tendría que llevar una dosis exagerada ‒triplicada un millón de veces‒ de la crueldad de Mussolini, de Hitler, de Stalín y Ceuscescu. Únicamente el demonio en persona nos podría someter durante medio siglo. Y helo gobernando todavía desde su lecho de muerte. Pero, aun así, me pregunto: ¿nos ha podido someter?
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