Tantas veces la sorprendí pegando el oído a mi puerta, tratando de escuchar, a toda costa, las conversaciones de mi casa; tantas ‒pero tantas‒ veces que ya llegó un momento en que no me importaba. La aldaba de mi puerta activaba su alarma y ella corría a curiosear quién venía a visitarme y por qué. Su apartamento quedaba exactamente frente al mío y le era, pues, muy fácil espiarme. Aquél era su puesto de atalaya; porque, a través de su mirilla, controlaba las veces que yo salía y las que entraba o las que no regresaba a dormir en casa. Todos los vecinos del edificio se cuidaban de no decir, en su presencia, nada comprometedor o en contra del oficialismo. Resulta que su hijo ‒Roberto Linares‒ era un repugnante agente de la Policía Política de Cuba y porque ella misma era informante voluntaria.
Entonces decidí quitar la puerta: Chichita, la soplona, era la puerta.
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