Este post que nos lo presenta Osvaldo Raya, un blogger de Miami (blog azul de mi mismo) http://osvaldo-raya.blogspot.com/ y profesor de espanol que se nos une hoy. se los traigo y les ruego, que lo lean con detenimiento. Lo que nos describe Osvaldo tras su experiencia en Cuba a la edad de once anos, es la reafirmacion de algunos de mis planteamientos en posts anteriores, pero visto desde su punto de vista. Me parece muy increible lo separados que estamos los cubanos y lo unidos que nos vemos cuando compartimos nuestras experiencias.
Carlos M Paez
De niño, me inculcaron la religión católica y otras tradiciones religiosas de Cuba. En casa siempre se veneró a San Lázaro, el santo de las muletas, y mi madre me había encomendado a él. Por eso es que me llamo Osvaldo Lázaro y llevo al cuello una medallita de oro con su imagen. A los 11 años de edad, a penas el primer día en que ingresé para hacer los grados de secundaria básica, en un internado militar vocacional, un sargento, al descubrir mi cadena y la imagen dorada de mi santo, me dijo: «quítate eso: quién ha visto a que un soldado revolucionario sea religioso: desde hoy eres ateo. Es una orden.» Y entonces cuando vi a mi madre, el día en que salí de pase, le dije que yo era ateo y le di a guardar la medallita. Era la primera vez que dormía fuera de mi casa y quedaba a merced de una educación extra-familiar.
Era el año 1967. Para entonces el gobierno había lanzado una campaña para que los niños que, como yo, habían terminado el sexto grado, se apuntaran para hacerse maestros en un curso de formación que se estimaba que durase unos cuatro o cinco años en escuelas internas fuera de la cuidad de La Habana. Unos cursos serían por allá en la provincia de Oriente y otros en Topes de Collantes, en las montañas del Escambray y luego en la provincia de Matanzas. El último curso sería en Tarará, en el este de La Habana. Yo de niño jugaba a ser el maestro. Siempre quise ser maestro. Y finalmente esa fue la carrera que estudié y ejercí con todo mi amor, lo cual me produjo los momentos más felices de mi vida. Y por eso fue que me embullé muchísimo con la campaña gubernamental de captación de maestros. Pero por mucho que le insistí, llorando, a mi madre, ella no transó. Mamá, sabiéndome asmático y debilucho, no me imaginaba tan lejos de casa y a pupilo.
Con tal de que me olvidara de la descabellada idea de irme estudiar, tan lejos y con dos permisos anuales para ir a la casa, mi madre misma me mostró la alternativa de internarme ‒esta vez con salidas semanales‒ en una escuela militar para niños de la enseñanza secundaria quienes luego terminarían su carrera en las grandes academias del ejército cubano. De ahí que empecé mi secundaria vestidito de soldado. Pero resulta que antes de comenzar el curso, los estudiantes deberíamos pasarnos unos 45 días sembrando posturas de café en la zona más remota del occidente de Cuba. Era la primera vez que yo no dormía en mi casa tantos días. Sin embargo, yo estaba tan sorprendido con la novedad que hasta la disfrutaba como una aventura de niños, como un juego. Después de aquellos días en que tantos niños servimos de fuerza de trabajo ‒sin paga‒ en los campos de Pinar del Río, comenzó el curso escolar. Y fue muy gracioso verme así, luego de levantarme a las cinco y media de la mañana, marchando todo el día y dando clases de tiro y de estrategia militar, además de las asignaturas propias de mi escolaridad. En las clases militares me enseñaron a matar pero yo no aprendí. A mí aquellas granadas de madera de los entrenamientos me caían ahí mismo, en mis pies, y el sargento jefe me decía que yo era hombre muerto. Tampoco nunca un tiro mío ni siquiera rozó el blanco.Allí, en la Escuela Militar Camilo Cienfuegos (E.M.C.C.) ‒conocida también como Los Camilitos‒, me susurraron, en cada clase de ciencias políticas o de historia o en cada entrenamiento, el evangelio del odio. Los que no son revolucionarios merecían la defenestración y hasta el fusilamiento y era propio del hombre nuevo denunciar a todo ciudadano desafecto al proceso revolucionario, aun si fuese nuestro amigo o nuestra madre o nuestro padre. Nuestra verdadera familia era la revolución socialista y nuestro padre el Comandante en Jefe. Me prohibieron ir a la iglesia y me exigieron abstenerme de todo contacto con esa parte de mi familia que vivía exiliada en los Estados Unidos; ya que ese país era enemigo de la Revolución Cubana y tanto mi abuelita, mis tías y mis primitos eran traidores a la patria. Era importante que los odiase para siempre. Yo, como soldado no podía ‒por nada de este mundo‒ faltar a estos requerimientos; de lo contrario podría ser expulsado deshonrosamente de la escuela y pasar al status de paria.
Para ser una isla tan pequeña, Cuba tenía un ejército demasiado grande y bien artillado, asesorado ‒claro está‒ por la madre-patria de todos los países comunistas: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.), de donde procedía toda la técnica y el armamento. Entre todas las armas se distinguía especialmente aquella AKM que yo armaba y desarmaba como el perito armero más pequeño ‒y menos hábil‒ del país. Pero eso del ser el soldado más desfavorecido por su tamaño corporal, me costó que el mismísimo Comandante «Gallego» Fernández, en persona, en una visita de inspección del Estado Mayor, tomándome por la cintura, me elevara por encima de su cabeza y me dijese: «te ordeno crecer.» Y al otro día ya estaba yo adentro de un jeep de guerra en camino al Hospital Militar «Carlos J. Finlay», para asistir a una consulta con una endocrinóloga. Aquella doctora sabía que tenía la misión de hacerme crecer a toda costa. Entonces, como parte de un extraño tratamiento, comenzaron a inyectarme ciertas dosis de insulina cada mañana y una pastilla diaria de levotiroxina de 30 mcg; a parte de una dieta de sobrealimentación, en el almuerzo (comida) y la cena. El resultado, luego de dos años de la inusual medicación, fue aquel desajuste en mi metabolismo que acabó en una operación para extirparme toda la glándula tiroides. A partir de aquel momento y de por vida, estoy obligado a suministrarme artificialmente la tiroxina. En fin, que dejé de ser el soldado más chiquito de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, no porque sobrepasé las medidas de la altura de mi cuerpo sino porque me dieron baja médica de Los Camilitos y me deshabilitaron para siempre de la vida militar. Y gracias a Dios que fue así. Semejante diagnostico, reflejado en un estrujado y amarillento certificado médico, me sirvió para liberarme del Servicio Militar y de los entrenamientos dominicales de las llamadas Milicias de Tropas Territoriales (ejército de voluntarios civiles ‒que era civil pero no voluntario). También escapé de lo peor: de la guerra de Angola, aquella que Cuba se empeñaba en ganar, a miles de millas de su propio territorio, contra un ejército irregular de opositores al régimen angolano y contra sus aliados sudafricanos. Todo para lucir ante el mundo el poder de un ejército repleto de quintos ‒casi niños‒ entrenados para odiar.
Nunca tuve vocación de soldado. Nunca. Y preferí ser maestro y entrenar a los hombres para amar.
Publicado por osvaldo raya en 10:18
Era el año 1967. Para entonces el gobierno había lanzado una campaña para que los niños que, como yo, habían terminado el sexto grado, se apuntaran para hacerse maestros en un curso de formación que se estimaba que durase unos cuatro o cinco años en escuelas internas fuera de la cuidad de La Habana. Unos cursos serían por allá en la provincia de Oriente y otros en Topes de Collantes, en las montañas del Escambray y luego en la provincia de Matanzas. El último curso sería en Tarará, en el este de La Habana. Yo de niño jugaba a ser el maestro. Siempre quise ser maestro. Y finalmente esa fue la carrera que estudié y ejercí con todo mi amor, lo cual me produjo los momentos más felices de mi vida. Y por eso fue que me embullé muchísimo con la campaña gubernamental de captación de maestros. Pero por mucho que le insistí, llorando, a mi madre, ella no transó. Mamá, sabiéndome asmático y debilucho, no me imaginaba tan lejos de casa y a pupilo.
Con tal de que me olvidara de la descabellada idea de irme estudiar, tan lejos y con dos permisos anuales para ir a la casa, mi madre misma me mostró la alternativa de internarme ‒esta vez con salidas semanales‒ en una escuela militar para niños de la enseñanza secundaria quienes luego terminarían su carrera en las grandes academias del ejército cubano. De ahí que empecé mi secundaria vestidito de soldado. Pero resulta que antes de comenzar el curso, los estudiantes deberíamos pasarnos unos 45 días sembrando posturas de café en la zona más remota del occidente de Cuba. Era la primera vez que yo no dormía en mi casa tantos días. Sin embargo, yo estaba tan sorprendido con la novedad que hasta la disfrutaba como una aventura de niños, como un juego. Después de aquellos días en que tantos niños servimos de fuerza de trabajo ‒sin paga‒ en los campos de Pinar del Río, comenzó el curso escolar. Y fue muy gracioso verme así, luego de levantarme a las cinco y media de la mañana, marchando todo el día y dando clases de tiro y de estrategia militar, además de las asignaturas propias de mi escolaridad. En las clases militares me enseñaron a matar pero yo no aprendí. A mí aquellas granadas de madera de los entrenamientos me caían ahí mismo, en mis pies, y el sargento jefe me decía que yo era hombre muerto. Tampoco nunca un tiro mío ni siquiera rozó el blanco.Allí, en la Escuela Militar Camilo Cienfuegos (E.M.C.C.) ‒conocida también como Los Camilitos‒, me susurraron, en cada clase de ciencias políticas o de historia o en cada entrenamiento, el evangelio del odio. Los que no son revolucionarios merecían la defenestración y hasta el fusilamiento y era propio del hombre nuevo denunciar a todo ciudadano desafecto al proceso revolucionario, aun si fuese nuestro amigo o nuestra madre o nuestro padre. Nuestra verdadera familia era la revolución socialista y nuestro padre el Comandante en Jefe. Me prohibieron ir a la iglesia y me exigieron abstenerme de todo contacto con esa parte de mi familia que vivía exiliada en los Estados Unidos; ya que ese país era enemigo de la Revolución Cubana y tanto mi abuelita, mis tías y mis primitos eran traidores a la patria. Era importante que los odiase para siempre. Yo, como soldado no podía ‒por nada de este mundo‒ faltar a estos requerimientos; de lo contrario podría ser expulsado deshonrosamente de la escuela y pasar al status de paria.
Para ser una isla tan pequeña, Cuba tenía un ejército demasiado grande y bien artillado, asesorado ‒claro está‒ por la madre-patria de todos los países comunistas: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.), de donde procedía toda la técnica y el armamento. Entre todas las armas se distinguía especialmente aquella AKM que yo armaba y desarmaba como el perito armero más pequeño ‒y menos hábil‒ del país. Pero eso del ser el soldado más desfavorecido por su tamaño corporal, me costó que el mismísimo Comandante «Gallego» Fernández, en persona, en una visita de inspección del Estado Mayor, tomándome por la cintura, me elevara por encima de su cabeza y me dijese: «te ordeno crecer.» Y al otro día ya estaba yo adentro de un jeep de guerra en camino al Hospital Militar «Carlos J. Finlay», para asistir a una consulta con una endocrinóloga. Aquella doctora sabía que tenía la misión de hacerme crecer a toda costa. Entonces, como parte de un extraño tratamiento, comenzaron a inyectarme ciertas dosis de insulina cada mañana y una pastilla diaria de levotiroxina de 30 mcg; a parte de una dieta de sobrealimentación, en el almuerzo (comida) y la cena. El resultado, luego de dos años de la inusual medicación, fue aquel desajuste en mi metabolismo que acabó en una operación para extirparme toda la glándula tiroides. A partir de aquel momento y de por vida, estoy obligado a suministrarme artificialmente la tiroxina. En fin, que dejé de ser el soldado más chiquito de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, no porque sobrepasé las medidas de la altura de mi cuerpo sino porque me dieron baja médica de Los Camilitos y me deshabilitaron para siempre de la vida militar. Y gracias a Dios que fue así. Semejante diagnostico, reflejado en un estrujado y amarillento certificado médico, me sirvió para liberarme del Servicio Militar y de los entrenamientos dominicales de las llamadas Milicias de Tropas Territoriales (ejército de voluntarios civiles ‒que era civil pero no voluntario). También escapé de lo peor: de la guerra de Angola, aquella que Cuba se empeñaba en ganar, a miles de millas de su propio territorio, contra un ejército irregular de opositores al régimen angolano y contra sus aliados sudafricanos. Todo para lucir ante el mundo el poder de un ejército repleto de quintos ‒casi niños‒ entrenados para odiar.
Nunca tuve vocación de soldado. Nunca. Y preferí ser maestro y entrenar a los hombres para amar.
Publicado por osvaldo raya en 10:18
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